Urbanidad








Podría empezar este nuevo apartado del blog con el archisabido refrán: “Los buenos modales abren puertas principales”. Pero no, no daré comienzo así sino con una anécdota que tuvo lugar al comienzo de mi quehacer profesional y que a pesar del tiempo transcurrido, siempre recuerdo con simpatía y satisfacción.

Aconteció en el primer pueblo donde ejercí como maestro. El grupo de alumnos estaba integrado por unos 15 chicos de ambiente rural. Formaban parte de familias dedicadas a la agricultura que veían incrementados sus ingresos con la cuantiosa aportación proveniente de una muy novedosa actividad de la que fueron pioneros en la provincia de Huesca: la trufa.

No es difícil deducir que la situación económica de los progenitores de mis alumnos era desahogada, acomodada, próspera. Sin embargo los niños tenían vacíos, agujeros, algunos hasta cavernas en el aspecto educativo que nos ocupa. Casi todos ellos presentaban un aspecto y unas maneras un tanto asilvestradas que se habían visto favorecidas por la falta de profesor durante algún tiempo.

Junto con el desarrollo de las asignaturas reglamentadas y previamente programadas, inicié unas minicharlas, breves y asequibles, con el fin de ir limando aquellas maneras rudas las más de las veces, toscas en algunas ocasiones y zafias de vez en cuando.
Tenía presentes y los he recordado siempre, aquellos versos de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou:
Sin saber quien recoge, sembrad
Serenos, sin prisas,
Las buenas palabras, acciones, sonrisas...
Y no era un terreno baldío. Y no fue una siembra perdida.
Aquel pueblo estaba apartado de la carretera principal. Se encontraba en una zona elevada, al abrigo de los vientos gélidos del norte y abierto a los acariciadores abrazos de los rayos solares.

Antes de iniciar la jornada, recorría un camino en cuesta acompañado por algún o algunos alumnos. Y al finalizar las clases, hacíamos el mismo recorrido, pero en sentido inverso.

Cierto día, recién iniciado el cotidiano paseo, me saluda un chico e inicia un comentario sobre un tema. Se hallaba situado a mi derecha. De pronto, desaparece de mi campo de visión y se coloca a mi izquierda. Hacía unos días que habíamos hablado sobre ese aspecto del saber estar. Supo poner en práctica aquello que había sido tema de comentario.

Son muchos los pequeños detalles que nos pueden servir para manifestar nuestro respeto, nuestra atención, nuestro espíritu de servicio, nuestra gratitud para con los demás, sean allegados o sean ajenos a nuestro hogar. En definitiva, poner en práctica el segundo de los dos grandes mandamientos: AMARAS A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO. Acostumbrarnos a tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros en la vida de cada día.

Así pues, salvo que os manifestéis en sentido contrario, intentaré presentar algunos aspectos de lo que, en nuestros tiempos, estaba comprendido bajo el epígrafe URBANIDAD. Todos y siempre debemos hacer patentes esos pequeños detalles exteriores que mejoran la convivencia, pero que deben ser fruto de una actitud y un “savoir faire” interior.

Y por hoy, voy a poner punto final con una frase que hace pocos días he leído:
“Los buenos modales son como el 0 en aritmética: Acaso no representen mucho por sí solos, pero pueden aumentar considerablemente el valor de todo lo demás”.

Oda a la tortilla




O sol del antro procedente,
divino disco que surges de las llamas;
manos primorosas te dan forma
con tridente de oro y espátula de plata.
Tubérculo humilde de forma y color vulgares
una hoja cortante te convierte en láminas blancas
que mezcladas con la célula dorada del huevo
devienes en gratísima esperanza.
En continente férreo os espera
en cantidad medida, más bien parca,
el zumo transparente de la oliva
que con su ardiente calidez su color cambia.
De la paila candente un perfume sale
y los lares se impregnan de sutil fragancia,
y llegan inconfundibles por conocidos
hasta todos los residentes de la casa.
Van llegando a la cocina lentamente
guiados por el instinto de su pituitaria
y la abuela, cual heroína invicta,
defiende su propiedad con una vara.
Cual los moradores del Egipto antiguo
que en torno al sol danzaban
así las famélicas legiones
admiran el disco y a la abuela ensalzan.
Siéntanse en torno a una mesa
con las armas dentarias preparadas
para dar buena cuenta entre todos
de aquella exquisitez, manjar de hadas.
No temáis estómagos inconformes
que siempre encontraréis bien preparada
a Poto, a quien dedico con cariño,
estos pobres versos, de su aniversario la jornada.

1962

Continuamos desarrollando cronológicamente los recuerdos de familia. Eran los comienzos del año 1.962. El 1 de marzo, después de la cena, la abuela se encontraba cansada y se acostó. Yo seguí leyendo y estudiando al calor de una estufa de serrín que teníamos colocada en la cocina-comedor.

La noche era fría. Las calles se hallaban cubiertas de una capa de nieve de unos 15 cm. de espesor. Serían las 12 aproximadamente. Oí un gemido y a los pocos momentos otro. Fui a ver a la abuela. “Puede ser el parto”. Esperamos un cierto tiempo y llamamos al médico
-“¿Es el parto, doctor?”
-“ Nadie puede decirlo mejor que ella.”

Me quedé pensativo. Transcurrieron unos minutos largos y densos. Tan sólo un gemido rompió el silencio de la habitación.

-“Preparen agua caliente”
-“No, doctor, nos vamos a Huesca”.

¿Qué porqué tomé esa decisión? Con toda certeza no lo sé, pero estoy convencido que, en parte fue como una indicación de lo alto y otra parte movido por la consideración de que la abuela llevaba un cierto tiempo padeciendo una cistitis un tanto fuerte. Eso hacía que un par de veces por semana subiera andando a la fuente de la Voz con el fin de bajar una garrafa de agua que le ayudaba a mejorar la dolencia.

Alrededor de las dos de la mañana llamamos un taxi a Castejón. Era un coche antiguo, grande, parecía más bien una furgoneta. Serían las tres de la madrugada cuando, acompañados por una señora llamada Avelina, partimos hacia Huesca. Las carreteras nevadas. El frío intenso. La abuela iba semitumbada en el asiento trasero envuelta en una manta.

Al llegar a Graus, los dolores de parto eran cada vez más frecuentes. La señora Avelina nos aconsejó que preguntáramos por la comadrona y ella nos indicaría si creía conveniente continuar el viaje hasta Huesca. La escena era para ser filmada para una de aquellas películas superrealistas tan de moda a mediados de la pasada centuria. La abuela iba tapada con una manta.

Llamamos a algunas puertas preguntando por la comadrona. Por fin dimos con ella. Y después de reconocer a la abuelita dijo que se podía `proseguir tranquilamente hasta la capital altoaragonés.

La Providencia seguía velando por nosotros. Estaba establecida la presencia de una comadrona durante todo el parto. Hicimos que asistiera una doctora y gracias a ello madre e hija pudieron continuar en el mundo de los vivos. Nació María José a madia tarde. A la mañana siguiente alguien se percató de que la niña no tragaba el alimento que le daban.

Se requirió la presencia de nuestro médico pediatra. Era un buen profesional, pero no veía claro los problemas que afectaban a la recién nacida. A través del Dr. Guallar de Zaragoza, vino un especialista recién llegado de Canadá. Ambos galenos tuvieron consulta tras la cual nos comunicaron que el caso era de extrema gravedad.

Sobre las diez de la mañana del tercer día, tomamos la decisión de llevarla a bautizar a la Iglesia de San Lorenzo. No recuerdo quienes íbamos. Lo que sí recuerdo es que yo llevaba una jarra con agua por si era necesario bautizarla por el camino. No fue necesario. La bautizó el entonces párroco de San Lorenzo D. Damián Iguacén, un santo sacerdote. Luego Obispo de Barbastro y Tenerife.

Regresamos a casa. Transcurrido un cierto tiempo, probaron de nuevo a darle un biberón y... la niña admitía normalmente el alimento. Hubo muestras de alegría contenida. En la toma siguiente se repitió la normalidad. Parecía increíble, pero los hechos eran patentes. ¿Qué es lo que había sucedido? Lo ignoro. La medicina tan apenas había intervenido. ¿Fue la propia naturaleza la que se impuso a la dolencia?

¿O tal vez fueron fuerzas superiores las que actuaron a través de las aguas bautismales? La solución, MAÑANA, pero en nuestro fuero interno creemos que la fe y la plegaria de unos padres atribulados pudieron conseguir algo inexplicable según los parámetros meramente humanos.

El 13 de abril la abuela se reincorporaba a sus clases.

La niña fue mejorando ostensiblemente y pronto pasó a ser un bebé gordito y alegre.

Después de los entremeses: una tortilla de patata


La tortilla de patata de la Abuelita es una especialidad que nadie ha logrado igualar, nadie conoce el secreto con el que consigue hacerte salivar desde el momento en que te enteras: “La Abuelita va a hacer una tortilla de patata”.

Lo primero son los ingredientes. Sencillos, básicos, pero también tienen su truco. Para empezar patatas rojas, ¿por qué rojas?, porque la Abuelita las prefiere a las blancas. -¿Por qué? -No sé, hija mía.

Buen aceite virgen extra de oliva, si es de las olivas que ha vareado Rafaelius… mejor que mejor. 
Sal al gusto y huevos. - ¿Cuántos? – Depende, hija mía. 

Habréis observado que hay cierto secretismo, cierta indefinición de los ingredientes, las cantidades son imprecisas, dependen de la gente que vaya a cenar, de los ánimos del día, de lo que tengamos en la despensa, vaya, que es esa imprecisión la que consigue hacer de la tortilla un plato mágico, se saca a la mesa y ¡desaparece al instante! –La tortilla no tiene secreto, ¡qué bueno es el hambre, hijos míos!
Sentarse una tarde a observar con detalle cómo se hace, paso a paso, LA tortilla es algo que recomiendo. Porque la tortilla, ésta tortilla es cosa de dos, ahora veréis. 

Para empezar, se necesita tiempo, “la cocina es una ladrona, hija mía, de tiempo y dinero”. “No tiene truco, sólo hay que hacerla con tiempo”. 

Una vez elegidas las patatas, veo que la Abuelita me quita de las manos una patata perfecta, con la piel de un mismo color, sin imperfecciones… “Usa primero las patatas con ojos” ¿Ojos? No entiendo nada, pero ahí está Rafaelius para aclarar e ilustrar incluso el proceso de una tortilla de patata. “Las patatas con grillones se pudren antes, crecen para que nazcan nuevas patatas y por ahí pierden cualidades.” ¡Toma!

Se mondan las patatas con un cuchillo afilado y sin sierra, para dar una sensación de frescor y mejor afeitado a la patata. Ahí empieza el conflicto: las patatas ¿se mondan o se pelan? Abuelita y Rafaelius entablan una discusión correcta pero con razonamientos que dejan el dilema en un: “Tráeme el diccionario”. Al final se resuelve todo, las dos valen!! ¡¡Menos mal!! 

La cantidad de patatas depende del grosor de la sartén, hay que cubrir un par de dedos, más o menos, aunque la Abuelita siempre más. Ahí Rafaelius me aclara que para esta medida, los dedos tienen que estar en horizontal, en fin, gracias Abuelito!

Se van partiendo las patatas en láminas al gusto, la Abuelita las prefiere gorditas, si ella lo dice, hay que hacer caso a los pequeños trucos.

Si vamos a hacer la tortilla con cebolla, se parte la cebolla igual que la patata, pero más finita, que al partirla se transparente el cuchillo (buenísima manera de calcular el grosor de la cebolla), se colocan las patatas y cebollas en un bol y se salan. El tema de la sal es también conflictivo, pero dilucidando sobre la importancia de la sal, la Abuelita concluye que "es mejor pecar por poco que por mucho."

Se echa el aceite en la sartén, que cubra el fondo (y un poquito más). Ah, y el mango de la sartén por dentro, fuera de peligro. – Así evitarás disgustos y quemazos hija mía.

Se coloca la mezcla de patatas en la sartén con una espumadera. Esto es lo que me ha dictado la Abuelita, - “Pon eso, que es en fino, porque yo en realidad lo hago con la mano.” Este creo que es otro detalle que se nos escapa cuando queremos intentar lo imposible.

Se igualan las patatas y se tapan, si no hay tapa, un trazo de papel albal ya está bien, y así que se vayan cociendo. ¿Cociendo? Sí, sí, cociendo. Ahí entra Rafaelius otra vez, comenta los términos culinarios, porque él sí conoce el secreto de la tortilla. Cuando la Abuelita dice:  “No es dejarla, es que se cueza friéndose”, el Abuelito afirma, “Sí, patata cocida, pero no frita.” Esto ya son palabras mayores.

Esperar. Tiempo. Tiempo. Tiempo. Ir dando vueltas a la patata. Tiempo.

De vez en cuando, con un tenedor se pinchan un poco las patatas. ¿Por qué? – “No sé, porque siempre lo he hecho así.”

Durante la espera, se baten los huevos con sal, la eterna cuestión de la cantidad. Depende de los que seamos, esa vez echamos 4.

Cuando la patata ya está cocida, ¿cómo lo sabemos? - Pues cuando está cocida. Perfecta precisión. Se echa la patata en el bol del huevo. Se mezcla bien y vuelve todo a la sartén, con sumo cuidado, que no se pierda ni una patata por el camino.

Este último paso es el más complicado y que seguro todos habréis presenciado alguna que otra vez, se va haciendo hueco en el borde de la sartén para que no se pegue y se vaya dorando y se mueve un poco la sartén para que no se queme. Huele a tortilla, acuden las narices más finas para no perderse el último momento.

Rápido. Un plato grande. Rafael. El Abuelito se levanta, una mano en el plato y con la otra el mango de la sartén, arriba, da la vuelta a la sartén, espectacular momento, los ojos ni parpadean, todos tragan saliva, ahí está la tortilla, el Abuelito la desliza de nuevo a la sartén, para dorarla por el otro lado. Cada vez falta menos.

Fin, ya está lista, la tortilla llena la bandeja con un dorado jugoso, y éste es el momento mágico, sacarla a la mesa, se corta la respiración: TORTILLA DE LA ABUELITA!!  ¿Podrás repetir? No te lo plantees. Ni te plantees desayunar las sobras.